Capítulo 1:
LÍA
Me
contaron que el día que nací en la superficie había un sol abrasador. Mi madre
era la líder de los Pucca, llamada, como no, Pucca. Aunque mi hermana era la
heredera del cargo de líder. Me mostraron, en cuanto vi la luz, a los
espectadores que esperaban impacientes por saber cómo estaba la madre y el
bebé. Me pusieron el nombre de Lía.
Normalmente
a los dos años un oráculo predice algo pequeño para los padres. Pero a mi
hermana no le predijo nada. Mi madre se enfadó mucho con el adivino, así que
cuando llegué yo a que me viera el oráculo. Mi madre esperaba que conmigo
dijera algo, ya que yo no iba a ser la heredera, pero cuando vio mi futuro,
sonrió. Inmediatamente le dijo a mi madre que pasara y que trajera a mi hermana
Zara. Nos sentó frente a ella en esa oscura habitación y nos cogió de las
manos. Cerró los ojos y dijo entrando en contacto con los dioses:
-
Una fracasará en su misión y pagará su equivocación, pero la más lista
encontrará el camino que llevará a todos, con la ayuda de Anwanna, al
equilibrio de Los Inteligentes, y al pueblo… -tosió y volvió en sí, no llegó a
terminar. Mi madre se quedó sin palabras, nos cogió de la mano y salimos
corriendo de allí.
Cuando
llegamos a casa nos dijo que no habláramos de lo que había pasado con nadie,
pero nosotros teníamos muchas preguntas. Una semana después, se acercó a
nuestra habitación para hablar.
–Hola,
chicas, quería hablaros de lo que pasó hace unos días en el oráculo, no tiene
que… - paró cuando la interrumpí.
-
¿Quién es Anwanna? – pregunté, esperando una simple respuesta.
-
Anwanna es la diosa de la tierra y de la naturaleza, boba – dijo mi hermana
chinchándome.
-
Muy bien, Zara, y después de lo que os tengo que decir tendremos que hablar de
eso – dijo mirando a Zara.
-
Pero no tiene que… - la ayudé, recordando dónde se había quedado.
-
No tiene que preocuparos, el oráculo siempre se equivoca en personas
importantes especiales, como vosotros –se veía que se lo había preparado porque
parecía que se lo sabía de memoria y en una semana, había tenido mucho tiempo
para pensar.
-
¿Preocuparnos de qué? – entonces yo era muy pequeña para comprenderlo, pero mi
hermana, aunque tenía seis años, sabía que le iba a pasar algo malo a una de
las dos, y se tranquilizó al oír el “siempre”.
Bostecé
y entorné los ojos, lo que hizo que mi hermana se tumbara en su cama y mi madre
nos diera un beso en la frente a cada una y nos dijera serenamente:
-
Buenas noches.
Entonces
apareció mi padre avisando a mi madre que nos dejara dormir, yo ya había
cerrado los ojos cuando mi hermana, cómo no, tuvo que romper el silencio.
-
¿Y Anwanna? – soltó Zara.
-
Mañana.- dijo mi madre en tono cansado.
Al día siguiente vino un señor, como
cada diez días, y nos entregó cincuenta mincas, recién maduras. Son deliciosas
frutas de colores que pueden acompañar comidas, ser ingredientes de estas, o
meriendas o postres. Mientras mi hermana y yo no tomábamos una minca, yo una de
color naranja y Zara una de color verde, mi madre vino para continuar la
conversación de la noche anterior.
-
Buenos, chicas, tengo que hablaros sobre los dioses que nos miran y cuidan.
-Zara y yo estábamos preparadas para lo que nos iba a contar a continuación - Anwanna
está en todas las plantas y en todos los ojos de los animales del bosque.
Sirius decide sobre la lluvia, el Sol y la nieve por el día, y se transforma en
Selene, que vigila las estrellas desde la Luna por la noche.
-
¿Y quién decide la lluvia y eso por la noche? – preguntó Zara.
-
Lo hace Selene, pero de ellos en concreto, si queréis saber más, id al archivo
e investigar – respondió mi madre. Yo no decía nada, porque quería enterarme y
tampoco tenía nada que decir, excepto que no puedo ir sola a ninguna parte, ni
acceder al archivo con dos años y medio.
-
Del verde mar y de entregar la lluvia a Sirius para que la entregue a la tierra
o a Anwanna, está Nerea y de la mala suerte y la equivocación, es K.
-
¿K? – pregunté queriendo algo más concreto.
-
No se puede pronunciar su nombre completo.
-
¿Pero por qué? No entiendo – dije sin comprenderlo.
-
¿Quieres que te siga contando todo, o te llevo al archivo? – me gritó, pero lo
peor era que nunca antes lo había hecho, pero últimamente, desde visitamos el
oráculo estaba de ese humor insoportable.
-
Perdón.
-
No se debe mencionar nunca su nombre, y ya está.
Hubo
un breve silencio. Zara miró fijamente a Pucca esperando a que continuara.
-
De la paz, Vrede, y de la guerra, Bellum
-
Pero, ¡si son siete los que has dicho! – dijo Zara sin comprenderlo.
-
Sí, ¿por? – ahora era yo quien lo entendía menos.
-
Porque nuestro signo es un octógono.
-
Espera: Anwanna, Sirius, Selene, K, Nerea, Bellum, Vrede y… ¡ah, sí! Conan, el
dios del pueblo y de las mincas.
La
conversación había terminado. Las creencias, la religión, se transmiten de
padres a hijos. Pero si queríamos saber algo más: el archivo. Di mi último
bocado a la minca y…
-
Es la hora – dijo mi madre apareciendo de repente detrás de nosotras.
-
¿La hora de qué? – preguntó Zara.
-
Zara, nos vamos – contestó mi padre seriamente.
-
¿A dónde?
-
A un sitio, vamos, si nos damos prisa no tardaremos.
-
Pero… - Zara no terminó la frase.
-
Venga, será sólo un momento – la animó Pucca.
Zara
cogió su minca, le dio un mordisco y siguió a mi padre. Cuando volvió fue todo
normal, sólo se reunieron mis padres, como en una charla normal, pero lo que
pasó no lo era.
Todo
fue normal durante los próximos años. Aprendí a amar la naturaleza, pero
también a temer el exterior.
Un
día entré en casa. Venía de jugar con otros niños, y tuve casi la misma
conversación que tuvieron mi padre y mi hermana hace cuatro años. Entonces me
llevó a una casa. En ella había una pequeña mesa de té con un jarrón con algún
líquido transparente, pero con un tono rosáceo, había dos sillas viejas y al
fondo una estantería de madera con unos cristales como puertas y unas tablas
pintadas como cajones. A través de estos se veían objetos extraños, una bola de
cristal y una foto en sepia de una niña pequeña y dos pequeños seres extraños.
De la nada apareció una mujer de unos cuarenta años.
-
Lía, ¿no? – miró a mi padre y sin mover su expresión este, salió de la casa.
-
Eh… sí – contesté mirando rápidamente cómo se iba mi padre.
-
Bien, pequeña, siéntate aquí – dijo señalando una de las sillas viejas, me
dirigí hacia esta y la señora se sentó en la otra, suspiró y dijo:
-
Yo soy Betta.
Miré
la foto en sepia otra vez y la mujer sonrió. Detrás de ella había una casa de
muñecas hecha con madera en la que no había reparado antes.
-
Luego puedes jugar con ella, pero antes quiero hablar contigo. Cuéntame, ¿qué
tal estás?
-
Bien – dije solamente.
-
Toma, prueba un poco de esto – cogió la jarra con el extraño líquido y echó un
poco en un vaso de cerámica. Me lo acercó y lo miré indecisa.
Al
final le pegué un sorbo. Tenía un sabor dulce. Estaba rico, pero nunca antes lo
había experimentado.
-
¿Cómo está tu madre?
-
Ocupada.
-
Normal, pero lo comprendes, ¿no?
-
Comprender, ¿qué?
-
Que tu madre esté ocupada con su trabajo.
-
Ah… eh… sí. – No sabía por qué estaba hablando con ella de esto. Perdón, no sé
porqué estaba hablando con una desconocida, pero mi padre era quien me había
traído.
Miró
a mi vaso y al ver que ya me lo había terminado se levantó rápidamente, salió
de la casa y en unos segundos vino acompañada de mi padre.
-
Puedes jugar con la casa – dijo como sí hubiera leído mis pensamientos.
-
Pero no rompas nada – advirtió mi padre, conociéndome.
Me
dirigí a la casita y noté cómo se sentaban. Yo era pequeña, pero lista, e
inmediatamente con un espejo en miniatura de la casa lo giré para ver cómo
detrás de mí, la mujer cogía la taza de la que yo había bebido y se la ponían
enfrene. Mi padre la miraba fijamente. Parecía que estaba esperando a que Betta
abriera la boca, pero en vez de eso sacó un frasco del bolsillo de su túnica
ancha y se lo echó al vaso. Unos segundos después salió un poco de humo y se me
cayó de la mano una muñeca. La cogí rápido para poder seguir viendo a la
extraña. Por suerte, cuando volví a enfocar en mi espejo, Betta seguía mirando
dentro de la taza. Ya casi no había humo y mi padre todavía la miraba, pero
desvió la mirada hacia mí y tuve que hacer que la muñeca bajaba por las
escaleras y se sentaba en una mecedora junto a un perro que tenía la lengua
fuera y miraba hacia arriba. Volví a mirar por el espejo. Mi padre ya no me
miraba.
-
Tengo malas noticias. No veía nada con Zara porque esto es una proyección del
futuro, pero si no se tiene futuro, no se ve nada, y aquí veo amor, y… no está
claro. También veo cómo termina la guerra. Ella lo verá, pero no la finalizará
ella… ¡No, no, no! ¡No te vayas! – gritó Betta. Yo no lo entendía mucho, pero
me había preocupado y puesto nerviosa. – Se ha borrado – dijo, por último.
Para
romper el silencio, decidí hablar después de girarme.
-
Mira, papi – dije, señalando a lo más interesante que vi de la casa de muñecas:
la cama doble, con tantos detalles y sábanas marrones y rojas. Mi padre tardó
un par de segundos en reaccionar, pero al final se levantó y se acercó para
verlo desde mi izquierda.
-
Mira qué bonita.
-
Sí, está muy bien hecha. Nos tenemos que ir. ¿Te apetece una minca?
-
Sí, quiero una morada.
-
Vale, vámonos a casa – nos dirigimos a la puerta. Mi padre se giró hacia Betta
y dijo:
-
Eh… gracias – ella todavía estaba paralizada mirando la taza de cerámica, y no
contestó.